Hacia el año 320 d. C., surgió por todo el medio oriente, desde Alejandría hasta la Palestina, una nueva doctrina. Al mismo tiempo, gran peligro amenazaba a la cristiandad que salía de las catacumbas, pues todavía en sus primeros años, la Iglesia puede ser comparada con una niña que está aprendiendo a caminar en un terreno pedregoso, y que, en cualquier momento, puede tropezar y caer. Sin embargo, cumpliendo la promesa hecha por Cristo a San Pedro, surgieron los Padres de la Iglesia, que no permitieron que esta viniese a perecer, al combatir ardientemente contra las primeras herejías, sobre todo, contra el arrianismo.

El arrianismo

Esta nueva enseñanza agradó a muchos, primeramente por causa de su autor Arrio, sacerdote en la iglesia de Baucalis en Alejandría. Teniendo como obispo a San Alejandro, podemos decir que “la acogida que encontró esta doctrina fue generalmente benévola, aumentó rápidamente la actividad de Arrio y sus adeptos”.[1] Más tarde bautizada con el nombre de arrianismo.

Doctrina

En síntesis, niega la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, diciendo que Él es un simple hombre creado por Dios. La consecuencia de esta afirmación es desastrosa, pues declara que no habría Redención, y por lo tanto, el Misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús no existirían. Siendo así, las puertas del cielo estarían  aun cerradas y nosotros no podríamos entrar, ya que el Preciosísimo Sangre de Nuestro Señor no hubiese servido para nada:

“El Hijo no es engendrado ni es parte del ingénito, ni deriva de un sustrato; sino que por voluntad y decisión del Padre ha venido a la existencia antes de los tiempos y de los siglos, plenamente Dios, unigénito, inalterable. Y antes de haber sido engendrado o creado o definido o fundado (Prov 8, 22-25), no existía. Porque no era ingénito.”[2]

Dios Hijo es creado y por eso no es eterno, poseyendo un principio que, por consiguiente, no es de la misma naturaleza del Padre, rebajando a Nuestro Señor Jesucristo a una mera criatura, como todas las demás. Por lo tanto, niega la Redención de la humanidad por parte de nuestro Señor.

Convocatoria del primer concilio

Alrededor del año 321, Arrio fue excomulgado juntamente con su doctrina como consecuencia de un sínodo de cien obispos en Alejandría, convocado por Alejandro, obispo diocesano.[3] Pero, a pesar de ya estar fuera de la Iglesia, al igual que su doctrina, Arrio siguió propagando sus errores por todo el oriente, llegando inclusive hasta el occidente donde tubo varios adeptos entre los obispos, siendo Eusebio de Nicomedia uno de los más notables.

En esta controversia intervino el emperador de la época, Constantino, a fin de restablecer la paz dentro del Estado, pero más especialmente, dentro de la propia Iglesia “consolidando así la comunión eclesial, mediante la unidad doctrinal”[4] convocando, de esta forma, el primer concilio ecuménico de la Historia: el Concilio de Nicea. Concilio este suscitado para la defensa de la fe, la condenación del arrianismo, y para dar una explicación doctrinaria y racional de la fe.[5] Dando ocasión a una de las primeras oportunidades en que, tanto el poder temporal como el espiritual, se unieron para luchar contra los que procuraban deturpar la sana doctrina.

El concilio de Nicea

Para este efecto, Constantino recurrió al concilio utilizándose de la ayuda de Osio de Córdoba, consejero del emperador en los asuntos religiosos, y contando también con más de 300 obispos de toda la Cristiandad. El Papa de la época, San Silvestre I, envió dos representantes, a saber, los sacerdotes Vito y Vicente, ya que no pudo comparecer personalmente.[6] Así, todos fueron convocados en la ciudad de Nicea con el fin de restablecer la paz en la Iglesia

Ahora bien, no se debe pensar que el emperador era quien tomaba todas las medidas sólo por el hecho de haber sido la autoridad que convocó el concilio, pues las decisiones estaban reservadas más bien a los prelados que participaban:

“Los pronunciamientos conciliares nicenos, que en la práctica constituyen el símbolo, hay que considerarlos como elaborados por los obispos, bajo la guía del Espíritu Santo, en la búsqueda de la voluntad de Dios. Su criterio de verdad y de validez no es la voluntad extrínseca del emperador, sino la regle de fe y la tradición apostólica. Estas decisiones, además, encontraron en la persona del emperador un custodio vigilante y una poderosa garantía.”[7]

Proclamación del dogma

El concilio duró aproximadamente dos meses, desde el 20 de mayo hasta el 25 de julio del año 325. Y así, los obispos conciliares llegaron a una conclusión que luego fue proclamado como dogma de fe:

“Creemos en un solo Dios, Padre omnipotente, creador de todas las cosas visibles e invisibles. Y en un solo Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, engendrado unigénito del Padre Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho (creado) consubstancial al Padre, por medio de quien vinieron a ser todas las cosas, del cielo como de la tierra.” (DH 125)

El Credo y la doctrina de la consubstancialidad

De esta forma nace el comienzo del Credo de Nicea que, a lo largo del recorrer de la historia, fue desenvolviéndose hasta formar el Credo Niceno-Constantinopolitano que habitualmente se reza en las Misas de domingo. En esta parte se afirma portentosamente que Jesucristo no es creado, sino que es engendrado, pues ya existía desde toda la eternidad junto con el Padre y el Espíritu Santo e, inclusive, es de la misma substancia del Padre.

Como es de notar, toda esta primera parte dice especialmente acerca del Hijo, segunda persona de la Santísima Trinidad, y va contra la doctrina arriana.  Así, como por ejemplo, el concilio declaró que el Hijo no es creado, lo que es respaldado por medio del término consubstancial, que procedente del griego omoousion (homooúsios), declarando de este modo que al no ser creado el Hijo, participa de la misma substancia Divina del Padre. Todo indica que fue Osio de Córdoba el autor de esta fórmula, pues:

 “[…] fijaba con precisión el dogma católico sobre la naturaleza del Verbo […]. El hecho es que, con la fórmula feliz, se compuso un símbolo, el símbolo de Nicea en el que resumía la doctrina cristiana, particularmente por lo que se refiere al Verbo, este símbolo se propuso inmediatamente en la asamblea.”[8]

Y de este modo, toda la doctrina puesta en el Credo y proclamada como dogma de fe, quedó fundamentada sobre la roca de Pedro. Y consecuentemente, los herejes, por lo tanto, Arrio y sus seguidores, fueron nuevamente excomulgados y exiliados por el emperador Constantino.

Así, por medio del primer concilio ecuménico de la historia, se proclamó la doctrina de la consubstancialidad del Padre y del Hijo, primer dogma proclamado oficialmente por un concilio y confirmado por el Papa. Es importante resaltar que, una vez proclamado, el dogma es inmutable y vemos como de este modo, la Iglesia establece pilastras firmes para las luchas contra todos los que, a lo largo de la historia, han intentado e intentarán difundir sus doctrinas, disfrazadas bajo el manto de la Santa Iglesia. Y así, este fue el primer símbolo fundamental de la batalla inicial de la Iglesia naciente, por la defensa de la sana doctrina.

Por Ignacio Palacios Morales

Concílio de Nicéia


[1] LLORCA, Bernardino. Historia de la Iglesia Católica: Edad Antigua. 8. ed.  Madrid: BAC, 2001, v. 1, p. 386.

[2] SIMONETTI, M., apud AMATO, Angelo. Jesús el Señor. Trad. Demetrio Fernández. Madrid: BAC, 2002, p. 184.

[3] Cf. LLORCA. Op. cit., p. 386.

[4] AMATO. Op. cit., p. 187

[5] Cf. CASTÉ, Juan Carlos. O Concílio de Niceia. Arautos de Evangelho, São Paulo, n. 136, abr. 2013, p. 18.

[6] Cf. LLORCA. Op. cit., p. 389

[7] AMATO. Op. cit., p. 187.

[8] LLORCA. Op. cit., p. 391