La iglesia nos convoca para la Fiesta de María, para celebrar la Gloria de Dios que se revela en la Historia de la Salvación y que se manifiesta de modo admirable en cada acontecimiento, en cada circunstancia, en cada ocasión en la que se nos anuncia su amor.
Dios nos hizo limpios, buenos. La condición original del ser humano era la pureza del corazón y la rectitud de intención. Pero nos hemos dejado seducir por el pecado que atrapa al hombre por medio de tantas vanas ilusiones de grandeza, de tantas tentaciones que terminan por esclavizarnos y someternos a la opresión del mal.
En la intención sublime de sanar el corazón herido de muerte por el mal, Dios buscó un camino, tocó a la puerta de un corazón purísimo, capaz de responder afirmativamente allí donde la sombra del pecado había oscurecido el corazón y había sembrado su veneno.
María, obediente y fiel, marca la diferencia. Ella, elegida por Dios es señalada desde la eternidad para ser el caminopor el que debe llegar al mundo la salvación, ella es la puerta por la que ha de pasar el Salvador, ella es la aurora que anuncia el Día Luminoso del Señor que sana y salva.
Dios la llama, la destina a un ministerio excelente y magnífico y por ello, previendo la Redención, la hizo digna de la misión que debía asumir.
Que bello le cantaremos en el Prefacio el día de la Inmaculada, ya tan cercano:
Purísima había de ser, Señor,
la Virgen que nos diera el Cordero inocente
que quita el pecado del mundo.
Purísima a la que, entre los hombres,
es abogada de gracia,
y ejemplo de santidad[1]
La palabra Divina, que se ha proclamado, nos recordará este designio amoroso de Dios y nos mostrará como en María Inmaculada, en su amorosa disponibilidad a la voluntad de Dios, la obediencia generosa remedia la desobediencia orgullosa, la humildad luminosa vence la sombra de la soberbia, la piedad vence la impiedad, la esperanza vence la dolorosa imagen del hombre que lloraba su pecado.
Nuestro corazón se dirige hoy a Dios, con agradecida esperanza. En la bondad Divina celebramos el prodigio de la Encarnación y proclamamos la gloria que se manifiesta en la Madre del Redentor. La Reina que hoy es glorificada es la Madre del Cordero que quita el pecado del mundo, como lo cantó Melitón de Sardes, un escritor antiguo que decía:
Este es el cordero sin voz; el cordero inmolado; el mismo que nació de María, la hermosa cordera; el mismo que fue arrebatado del rebaño, empujado a la muerte, inmolado de vísperas y sepultado a la noche; que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que en el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro[2]
María asume su tarea con amor. Sabe que Dios la invita a recorrer un largo camino.
Este camino comienza en Nazaret, pero luego se transforma en un sendero lleno de luces y sombras, de penas y esperanzas. En el trayecto que separan la Cuna y la Cruz se tiende el velo dulcísimo del amor de la Madre para recoger el amor del Hijo, para escuchar la palabra humilde de los Pastorcillos (cfr. Lucas 2,7), para escuchar la dramática profecía de Simeón.
Es parte de su camino escuchar la profecía de Simeón que el Poeta Epifanio Mejía (1838-1913) cantaba así:
“Diste al presentar tu hijo, de Dios en la Santa Casa,
un bello par de Palomas y cinco ciclos de plata,
Simeón te hizo, entonces, su predicción funeraria” [3].
Es parte de su largo sendero de penas, perderlo y encontrarlo en el Templo (Lucas 2,4-50). Es también parte de su itinerario verlo crecer “en santidad, estatura y gracia”(Cfr. Lucas 2, 52).
Es también parte del camino de María, como lo dice san Juan, el encuentro con su Hijo en las Bodas de Caná, cuando en derroche de dulzura, tras el larguísimo silencio de Nazaret, ante la insistencia de la Madre, se inauguraron con Vino delicioso, los días de la gloria que ahora llegan a su cenit.
De Caná a la Cruz hay un largo camino de obediencia y una larga cadena de pruebas y de dolores. La Madre sabe que desde que pronunció su Sí[4] en Nazaret, toda su vida será un ascenso a la Cruz y por la Cruz.
Su camino, su largo velo que se abre en la cuna de Belén, llega hasta la Cruz que se recorta contra el oscuro firmamento, y que ya había sido anunciada por Simeón[5].
Y luego, al alborear la Pascua, el camino de la Madre se vuelve compañía y esperanza para todos, se hace oración en el Cenáculo, como lo cuenta el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles.
Este camino continúa en la historia de la humanidad. En la Historia de María la Asunción le señala una doble misión, un privilegio y una consecuencia.
Privilegio porque es primicia. Después de Cristo es llevada a la Gloria, después de su Señor se le tienden desde la gloria los delicados lazos del amor filial que la rescatan de la muerte, que abren su sepulcro y que coronan con gloria la totalidad de la existencia: Alma y Cuerpo, como dice la definición del Dogma, de la Madre Bienaventurada del Señor.
La Asunción es consecuencia más que lógica de una vida de fidelidad. Por eso desde su altísimo trono Dios reina sobre la Historia. Jesús, coronado de Espinas de oro, ha vencido la muerte y ha querido tener junto a la sede de la Justicia y de la Misericordia una abogada sencilla y humilde, ya prefigurada en la bíblica Esther, que sigue suplicando, que sigue mirando, como lo hizo en Caná[6], la vaciedad de nuestras tinajas, porque el vino de la alegría se ha secado en nuestros corazones. Sigue constatando, como en el Calvario, que para la sed del hombre sólo hay vinagre y que Ella, la Madre, asume como su tarea la constante intercesión por las necesidades de la Iglesia y del mundo.
Hoy, en esta Basílica Sublime, en esta casa digna del Rey eterno, de la Reina coronada de estrellas, de la corte soberana de los Redimidos con el Sacrificio de Cristo, miramos a la que un día en Paris, la capital de un mundo vanidoso y soberbio, se le presenta a Catherine Labouré para mostrarle un camino de esperanza, para decirle a la humanidad que ella es la Madre Inmaculada del Redentor, para mostrar la Medalla Milagrosa que es promesa de vida y premio para los que, arrepentidos, quieran volver a Dios.
Ella ruegue por nosotros. Ella Bendiga la vida luminosa y al tiempo discreta y sabia del querido Monseñor Joao Clá Diaz, piadoso servidor de la Reina del Rosario. Ella, Madre de todos, acompañe a cada uno de los Heraldos del Evangelio que quieren proclamar la Gloria de Dios. Ella sea el modelo de Santidad de las Hermanas, de todos los que, iluminados por este Carisma de Piedad y de alegría, avanzan sembrando amor por Dios, fe en la Iglesia, amor a María santísima.
Al continuar nuestra celebración, agrego y concluyo con las palabras de Santa Laura Montoya, la primera hija de Colombia que llega a los altares:
Gloria a vos tan bella,
poderosa reina,
amparo de los pobres peregrinos,
cielo del mismo cielo. Amén.
Caieiras, 27 de noviembre de 2014
P. Diego Alberto Uribe Castrillón
[1] Misal Romano. Solemnidad de la Inmaculada Concepción. Prefacio.
[2] Melitón de Sardes. Homilía sobre la Pascua.
[3] Epifanio Mejía (1838-1913) Poeta Colombiano, compuso los que ahora son los versos de La Novena de la Virgen de la Candelaria, Patrona de Medellín, Colombia.
[4] Lucas 1,38
[5] Lucas 2,34
[6] Cfr. Juan 2, 1-12.
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